San Luis cuenta con una geografía diversa donde se insertan paisajes que se muestran como un privilegio de quien los visita. No nos cansaremos de repetir este concepto como un latiguillo.
Cuando tomamos la Quebrada de San Vicente, desde San Martín a Quines, antes de llegar a la escuela hay una salida por un camino de tierra que conduce hasta lo alto de la sierra, al paraje Puerta del Sol. El mojón es que hay un cartel muy grande que dice Santa Bárbara.
Ese camino, hasta no hace mucho tiempo, había que recorrerlo con camioneta y después continuar a caballo o a lomo de mula, porque no había otra forma para llegar. Ahora se han hecho los arreglos pertinentes para recorrerlo completo. Para ello se tuvieron que construir muchos badenes y emparejar el terreno para hacerlo transitable.
Es obligatorio parar en el puente sobre las aguas del río Chico porque allí la montaña muestra su exuberancia. Se mete en el espejo que demarca el río y por un momento si damos vuelta la cabeza no nos damos cuenta cuál es el derecho o el revés de la imagen. Maravilla.
Como dato ilustrativo para los que indagan en la geografía, un poco más adelante se une al río Grande y, juntos, forman el río Quines, que pasa por la localidad homónima.
Cuando el camino ya ha avanzado por las alturas de las sierras nos encontramos en el paraje Las Huertas y estacionamos donde hay una casa enclavada en pleno valle, cerca de un monte frondoso, lo cual es indicio que por el lugar circula algún hilo de agua que lo alimenta. Elemento esencial para la reproducción de la Vida.
Myriam Luján vive allí, acompañada por Sergio Vega, su pareja. Ambos recibieron a los técnicos de la Subsecretaría de Agricultura Familiar de la Nación porque les entregaron los materiales necesarios para la construcción de un invernadero, para disponer de verduras frescas durante todo el año.
«Yo soy nacida en este lugar. Me fui a la ciudad de San Luis donde estudié y desarrollé parte de mi vida. Ahora que pasamos los 50, con mi esposo hace dos años decidimos venir a instalarnos. Para mí fue volver a las raíces», inicia la charla Myriam con El Semiárido, que viajó junto a los técnicos.
¿Qué moviliza a una pareja dejar la ciudad, donde se cuenta con las facilidades de los servicios, para instalarse en un paraje donde la mayor parte de las necesidades se deben satisfacer por sí mismos y no hay auxilio a la vista?
«En la ciudad se vive cada vez más acelerado», fue la primera causa esgrimida, pero además ella y su pareja quieren demostrar y demostrarse que «se pueden hacer cosas» en estos lugares y que no hace falta ir a la ciudad para poder crecer; «sólo hay que potenciar los saberes que tenemos. No es mucho».
En un espacio de dos hectáreas los Luján – Vega aplican sus saberes para el cultivo de la huerta orgánica que tienen en un predio de unos diez metros por treinta, protegida con cerco perimetral.
Además cuentan con nogales. Por tanto, están a full con la recolección de nueces, que preparan de diferentes formas para su comercialización, ya sea en las ferias de los agricultores familiares o en forma directa a quienes los conocen. El tamaño de los árboles denota que tienen muchos años.
Se suman algunos cajones de abejas de donde extraen la producción. «La idea es tener como una granja, de todo un poquito y diversificar la economía, porque los pequeños productores no podemos vivir de una sola producción», reflexiona Myriam.
La necesidad de diversificar el trabajo para la producción implica aprendizaje. «Vamos ensamblando una cosa con otra. Eso nos permite consumir y vender nuestro excedente», explica.
La vida en parajes como este genera emociones contrastadas: por un lado sus habitantes están insertos en un paraíso, desde la belleza geográfica; por el otro, la rigurosidad del clima en invierno y las carencias de todo tipo plantean contradicciones que se deben resolver.
De allí surge otra pregunta. ¿Cuáles son las expectativas que el matrimonio deposita en este cambio de vida?
«Nada es lineal -dispara Myriam-; la expectativa es que esto crezca, de a poco; que los jóvenes que habitan el lugar puedan potenciar sus saberes y que haya políticas de Estado que den un empuje al pequeño productor».
Hay un detalle que aclara, el cual no es menor: «Nosotros hemos vivido en la ciudad, conocemos la otra cara. Sabíamos con qué nos íbamos a encontrar al volver, por tanto sabíamos a qué nos ateníamos».
En su relato aparece otro de los porqués de su instalación en el lugar. «Acá tenemos tiempo para la lectura, para la meditación, para analizar. Nos sentamos y podemos dialogar y planificar como corresponde. En la ciudad es imposible».
Otra palabra clave en el diálogo: Meditación. ¿Desde dónde? «Soy cristiana, creo en Dios, la Fe, la certeza de lo que no se ve es lo que me impulsa. Hay una fuerza espiritual que me conduce. El amor, la Fe y la esperanza son mis pilares». Está todo dicho…
Para el habitante común de la ciudad, que vive cada mes de lo que obtiene de su sueldo, es difícil imaginar vivir sin contar con esa retroalimentación cada 30 días. En el paraje los tiempos son diferentes y los ingresos también. Acompañan a la producción, que no se obtiene mes tras mes.
Myriam comenta que con la diversificación de los productos establecen los hitos anuales. En marzo – abril está la cosecha de nueces. Concluida esta, sigue la verdura de ese momento, después la cría de gallinas y así sucesivamente con toda su producción durante los 365 días. «Hacerse el sueldo no es fácil, pero tampoco difícil. Lo importante de estos lugares es que te hacen pensar».
En ese ir y venir aparece la historia. ¿Cómo se vivía allá lejos en el tiempo en estos lugares? El nombre del paraje es referencial con la actividad. En un espacio de varios kilómetros eran todas huertas. Cada familia tenía una.
«Esto era de mis abuelitos. Ellos vivían de los higos secos, de las frutas secas, de las manzanas, de las higueras. Allá por los años 50 se manejaban con Quines. Bajaban a lomo de mula y vendían allá lo que producían», recuerda a modo de nostalgia Myriam.
Roberto Luna, técnico de la Subsecretaría de Agricultura Familiar de la Nación nacido en Quines, integra ese recuerdo. «De acá salía toda la fruta que se vendía en el norte de la provincia e inclusive en Villa Dolores: frutas secas, manzanas, peras y nueces. Lo llevaban en un Ford canadiense que ingresaba en el paraje una vez por semana para sacar la fruta».
Recuerda, además, que los habitantes de Las Huertas bajaban a Quines con las frutas y con chivitos para venderlos en el pueblo. «Tengo una imagen clara de ese momento», aclara Roberto.
A la luz de esta experiencia, en el interno de Myriam aparece una pregunta inevitable: ¿Cómo hoy no se va a poder vivir si en ese tiempo, con los condicionantes que tenían, lo hicieron?
Su propia respuesta es cristalina. «Con esa base histórica, puedo decir que hoy se puede, nada es imposible. Con la Fe, todo es posible. Y si hay alguna traba, nosotros mismos la ponemos».
Historia de Vida. Myriam y Sergio optaron por Las Huertas como su lugar en el mundo. Una elección en la cual se refleja que los valores intangibles superan al valor de cambio que, hoy por hoy, prevalece en la cotidianidad de nuestro tiempo.
Producción: El Semiárido