La fotografía en blanco y negro, capturada en 1920 por el maestro José La Vía y hoy preservada en el Archivo Histórico Provincial, es mucho más que una imagen: es un testimonio vivo de la dureza, la solidaridad y la dignidad del trabajo minero en San Luis. En ella, un grupo de hombres se funde con el paisaje árido y rocoso de la provincia, reflejando en sus gestos el pulso de una economía de subsistencia que marcó a generaciones enteras.
En las minas de chelita, entre las décadas de 1920 y 1950, las condiciones de trabajo eran precarias y la participación de niños en la faena resultaba una práctica común. Aprendían desde temprana edad el oficio de sus padres, en un ciclo que transmitía conocimientos técnicos y sacrificios de una generación a otra.
La vida en los campamentos giraba en torno a oficios complementarios: herreros que forjaban punchotes, estiraban barrenos y afilaban picos en fraguas improvisadas; obreros que manejaban la zaranda para separar la piedra; y familias enteras que recogían en pequeñas latas de hojalata el polvillo residual de la molienda.
Ese polvo, casi sin valor en el mercado formal, adquiría un sentido vital en el sistema de trueque que sostenía a las comunidades mineras. En los puestos de los pulperos, los trabajadores lo cambiaban por alimentos básicos como galletas, arroz, fideos, tabaco o algunas verduras. Un mecanismo que dejaba en evidencia los bajos salarios y el carácter de subsistencia que definía a la actividad.
Las jornadas eran largas, el clima áspero y las herramientas rudimentarias. Sin embargo, la dignidad del trabajo se preservaba en la camaradería de los obreros y en la transmisión oral de saberes. La mina era escuela, hogar y sustento, pero también una trinchera donde se defendía la vida con esfuerzo y resiliencia.
La imagen de La Vía rescata esa memoria bajo tierra: un patrimonio laboral que hoy interpela a las nuevas generaciones, recordando que la historia de San Luis también se escribió con el sudor de sus mineros.