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La cocina, ese templo de nuestra vida cotidiana

La cocina. Con la partida de sus habitantes, las historias siguen girando en el espacio y en el recuerdo de quienes la sobreviven.

En este tiempo de pandemia y cuarentena suelo mantener charlas extensas vía telefónica. Ante la ausencia de encuentro físico, buena es la comunicación  a través de alguna de las múltiples formas que ahora nos ofrecen las tecnologías digitales. Días atrás, mientras dialogaba con mi amiga Vero, ella recordaba los tiempos cuando íbamos a Moldes, mi ciudad natal del sur cordobés,  a dar capacitaciones a un empresa. Al finalizar pasábamos por la casa familiar y allí mi madre nos esperaba con un café calentito y galletas o facturas. El lugar de encuentro era la cocina.

Esa fotografía me trajo a la memoria otras imágenes arquetípicas vividas en ese templo: la cocina.

Así como el detenimiento de la loca carrera de producir, producir, sin saber adónde se pretende llegar y depredar el ambiente hasta límites nunca previstos, los ojos satelitales que nos miran desde el espacio nos permitieron ver que al mundo le pasaron un plumero y todo se ve más claro. Así, también, este tiempo de cuarentena sacude el polvo de los recuerdos y permite visualizar a nuestra propia historia con los anteojos de la experiencia enriquecida (o empobrecida) con el transcurso del tiempo y con una claridad que en el fárrago de la actividad es imposible.

Las casas construidas allá por las décadas del 50 ó 60 que pertenecían a los hogares de trabajadores no contaban con el diseño de un arquitecto. El constructor era quien con el padre dibujaban, con más o menos sentido común, cómo sería el lugar donde se inmortalizarían innumerables escenas de la vida cotidiana de cada grupo familiar. La madre, conforme con las asignaciones de  tareas por género de la época,  no opinaba. O, si opinaba, no era escuchada.

Así como ocurre con las prendas de vestir, para las viviendas también hay una moda acorde con los tiempos que se viven y cómo evolucionan las costumbres, la interacción de los moradores y la tecnología que se utiliza. De allí que en esa época se solía disponer de un ámbito a modo de «recibidor» de visitas, un pasillo largo a cuyos costados se ubicaban habitaciones y baño, para rematar en una sala más o menos cuadrada: la cocina comedor.

Ese espacio era algo más que el lugar donde se cocinaba y se compartían las comidas. Era el centro de reunión y el sitio  que concentraba no sólo los aromas emanados desde las ollas, sino la usina de toma de decisiones de cualquier acontecimiento que involucrara a la familia. La vida entera pasaba por allí.

Cuando niño, el nexo con el mundo -como conté en un escrito anterior-  era la radio. La tele no existía por esos lares. Las radios eran eléctricas y grandes. Mi padre le había construido una mesa de granito que hacía juego con la mesada de la cocina y se ubicaba en la pared de enfrente. En torno a ella escuchábamos los grandes acontecimientos de la historia y los programas convocantes como el Glostora Tango y Argentinísma de Julio Maharbiz. Además de los partidos de fútbol, sobre todo los de Boca, porque papá era fanático del xeneize.

Cuando la televisión llegó estaba ubicada debajo del mueble de la radio. Las noches se centraban en su atención con la programación que veíamos en blanco y negro, aunque eso ocurrió cerca de la oscura época del mundial ’78. Pero la costumbre de la radio nunca fue abandonada. Aún hoy sigo siendo un apasionado de ese medio de comunicación.

Los domingos de celebración del día de la Madre o del Padre, la cocina reunía a la «famiglia» de mamá. Venían sus hermanas con sus grupos familiares. Tíos y primos degustábamos los ravioles caseros amasados con ese talento «tano» que nunca más volví a conocer. Medios apretados todos porque el lugar no era grande. Pero el espacio suficiente para escuchar las historias de la «bela Italia», los relatos de la guerra o los primeros tiempos en tierra Argentina de nuestro «nono» Vicente que, por supuesto, presidía la mesa.

Los sábados a la noche durante el invierno se armaban mesas de juego. Por un lado los hombres jugaban al «tutti remate» y las mujeres a la escoba o el chorizo. Aquí se solía sumar mi tío Andrés, hermano de papá, que tenía una memoria prodigiosa para llevar en cuenta el juego y le ganaba a todos. También hacíamos mesa grande de «generala», con los dados. El fumar no estaba prohibido, así que la cocina era una chimenea…

Las casas de los años 50 y 60 tenían pasillos largos. Desde sus laterales, las puertas conducían a otros espacios, pero terminaba en la cocina.

Cuando había un enfermo en la familia el intercambio de información o la toma de decisiones, si así era requerido, se realizaba en la cocina. Así ocurrió en el año ’67 cuando la abuela «Pancha» enfermó y falleció en casa. Allí también la velaron porque no existían las casas velatorias. La cocina, de nuevo, era el centro de reunión mientras a la abuela la velaban en lo que podríamos llamar living de la casa.

En la primera guerra de Europa, denominada por la historia como guerra mundial,  mi abuelo y un hermano, Doménico,  vinieron a vivir a nuestro país. Al finalizar la segunda guerra sus otros tres hermanos se fueron a Australia. mantenían comunicación vía epistolar. El desarrollo de los medios de comunicación y el nivel de vida que alcanzaron los australianos motivaron un viaje en el año 1985. En la cocina de casa junté a mi abuelo Vincenzo, Doménico y el visitante Antonino. Les hice una nota que quedó retratada para la posteridad en el diario Puntal de ese momento.

La cocina era el territorio para la amistad. Usábamos los pisos para jugar a la carrera de autitos, la mesa para los juegos de azar o para el ping pong. Las meriendas que nos preparaba mi madre eran famosas por las grandes tazas de leche que debíamos tomar. La leche era considerada sustento principalísimo para los niños.

A la siesta, todos los días era el lugar donde hacía mis deberes para la escuela. Nos juntábamos allí cuando debíamos trabajar en grupo para preparar el material que necesitábamos presentar. Ya en la secundaria nos juntábamos un grupo de seis compañeros a estudiar para las diferentes materias. Además, con Eddie y Alfredo compartíamos largas charlas, con el deporte como estandarte.

La cocina fue el centro de recepción cuando mi hermano Carlos presentó primero a su novia Silvia, después convertida en esposa, y a sus tres hijas. A medida que llegaban al mundo era una fiesta para los abuelos recibir ese encanto con los que la vida los premiaba. Lo mismo ocurrió cuando llevé a mi pareja Daniela y a nuestro hijo en común, Santiago y a mi hijo del corazón, Facundo.

El agasajo de mamá en estas oportunidades era cocinar exquisiteces centradas en la pastaciutta italiana y la salsa bolognesa, nuestras preferidas. No era una comida cualquiera. Era la mano de ella que expresaba todo su amor a través de su habilidad en la cocina.

Parafraseando a Leonardo Boff en su magnífico libro «Los sacramentos de la vida», podemos decir que esa pasta fue un símbolo fundamental de la vida familiar; amasada y motivada por el dolor del «nido vacío» como había quedado por la partida de sus hijos para explorar otros universos, secada con expectativa, completada con la salsa que la enriquecía, cocinada con sudor y comida con la alegría de todos los participantes en torno de la mesa.

Hoy papá, mamá y la casa, incluida la cocina, ya han partido de mi vida y la de mi hermano. Son un  recuerdo sobre cómo fuimos armando y desarmando las piezas del rompecabezas de nuestro devenir. Cuando junto a mi pareja Irmita cerré la puerta por última vez tras haberla vaciado por su venta, ahí quedó depositada una gran porción de existencia.

Sólo nosotros dos quedamos como testigos de innumerables momentos que fueron determinando nuestro mundo interno. Con él nos expresamos en la actualidad a través de las actitudes que nos caracterizan y los modos de reaccionar ante los estímulos que el mundo nos presenta en nuestra cotidianidad. Esas conductas previsibles para quienes nos rodean.

Cuando regreso a Moldes y paso por el frente de casa aún escucho el trinar de los canarios de la inmensa jaula que teníamos en el patio, a papá golpeando la chapa para convertirla en caños y canaletas,  a mi abuelo cuando regaba la «quinta» como él le llamaba a la huerta y a mamá con los elementos de limpieza sacando lustre a los muebles.

Pero la mirada una vez más me conduce adonde aprendimos lo esencial para poder desempeñarnos  y a valorar los intangibles del primer grupo familiar al que pertenecimos.  En  la cocina nuestros padres guiaron, construyeron y moldearon nuestra propia subjetividad. Por eso, es el recinto de las acciones sacramentales de la vida familiar y el templo de nuestra vida cotidiana.

Sergio Garis

Agradecimiento: a mi amiga Silvia Ortuzar, que realizó la corrección de estilo.